No era seguro que en los años cuarenta o cincuenta los padres de entonces entonaran esa letanía que tanto se canta hoy y que dice: «Nuestros hijos vivirán peor que nosotros». Tras la guerra civil y los años del hambre, lo lógico sería pensar que el país, por mucha falta de libertad que tuviera -y la tenía a raudales-, no tendría más remedio que dejar atrás la hambruna y mejorar sus condiciones de vida, máxime después de que los norteamericanos vieron en nuestro país una buena base para sus barcos y aviones. Con la leche en polvo , el queso de bola y la mantequilla americana, los niños de entonces nos teñíamos de blanco los bigotes con la espuma de la leche y llenábamos nuestras barrigas con el queso y la mantequilla. Y con eso, nuestros padres sentían que nos alimentábamos mejor de lo que ellos podían ofrecernos en las modestas casas de entonces.
Pero no todos los padres eran iguales. Los hubo que dejaron en Andorra o en Panamá regalos para que sus hijos rompieran el tópico y vivieran mejor que lo hicieron ellos -que no debieron hacerlo mal- y pudieran disfrutar de dinero y vivienda para que los caprichos y el calor del hogar los deleitara y protegiera del frio invierno que suponía la dictadura y la incipiente democracia.
No sé qué pasa con algunos cargos públicos; todos ellos tienen en común haber nacido en el seno de familias ricas y, además, patrióticas. ¡A la vista está! Ya sabemos que los hijos de esos padres, ricos y patriotas, no han vivido peor que ellos; y a la vista de lo que vamos conociendo, sus nietos vivirán mejor que sus padres y que sus abuelos. Para que luego sigan con la matraca de que «nuestros hijos, patatín, patatán…»