Me gustaría ser bueno; el más bueno de todos cuantos escriben o hablan sobre Cataluña; pero no me sale. Debo ser malo, malísismo.
Me gustaría pensar, como dice Enric Juliana, que no estamos ante un golpe de Estado sino ante un desbordamiento constitucional, porque así se me quitaría el deseo de que los jueces metieran en chirona a Puigdemont y a su venerable pandilla, por querer apropiarse de una parte del territorio español sin que existan razones políticas, históricas o jurídicas que lo justifiquen.
Me gustaría poder reconocer que Puigdemont está incumpliendo la legalidad y saltándose la Constitución y, al mismo tiempo, pedir que no se le vaya a ir la mano al gobierno tratando de aplicar lo que ordena el Código Penal y la Constitución española para casos de rebelión.
Me gustaría haber defendido el derecho a decidir de los catalanes y, poderme asustar y meterme debajo de la cama para, habiéndose cumplido el deseo de la votación ilegal, pedir que no se lleve adelante el resultado de la votación.
Me gustaría lamentar la ilegalidad que va a cometer Puigdemont e inmediatamente predicar la buena nueva de que esto se tendrá que resolver votando. Sobre todo me gustaría que cuando diga eso, nadie me pregunte, pero…¿votar qué y por quiénes?
Me gustaría poder quedar bien para que el conflicto territorial pueda seguir alimentándose a base de mediadores que no sabemos por qué quieren mediar y para qué quieren mediar.
Lo de siempre. El postureo de guisqui de barra defendiendo el comunismo esperando que nunca llegue para no tener que salir corriendo a la busqueda de una democracia, y el postureo de gin tonic defendiendo el valor de las urnas y asustándose cuando el resultado de la votación obligue a reclamar un paso atrás y un mirar para otro lado por parte de la Justicia.