Casi nada de lo que ocurre en la actualidad ha pasado por primera vez. La literatura, bien sea la transmitida oralmente o por escrito, ya sea por lenguaje poético o narrativo, siempre dispone de un relato o de un poema que describe lo que nos pasa en la actualidad.
Para el caso tan resonado sobre el tráfico de mascarillas y los comisionistas que se embolsaron millones de euros, mientras millones de manos esperaban a que los relojes hicieran coincidir sus manecillas o números digitales con el 8 y las 12, para salir a las puertas, ventanas y balcones y juntarlas en un aplauso cerrado y merecido para quienes arriesgaban su vida desde el Sistema Sanitario intentando salvar la de los asustados ciudadanos que, durante un tiempo excesivamente largo, esperábamos mascarillas para protegernos de un virus que casi acaba con el sistema económico capitalista, la fábula que viene como anillo al dedo es la siguiente:
Había una vez un rey que ordenó que le preparasen los aperos de pesca porque quería salir al día siguiente a probar suerte en el gran lago que contenía muchas y variadas especies de peces para ser capturados por su real arte y pericia.
Antes de ponerse en camino hizo llamar a su “hombre del tiempo”, famoso en todo el reino por sus sabios métodos y capacidad para actualizar sus previsiones cada 24 horas. Cuando lo tuvo delante le hizo saber que quería un pronóstico certero para el día siguiente. Saldría de pesca y antes pasaría por un pequeño palacete para ver a su amante.
Antes de que se vistiera, el mago le tranquilizó. Podía ir tranquilo porque no caería ni una gota en todo el día.
El rey se acicaló y ordenó que metieran su ropa de pesca en el equipaje para cambiarse cuando llegaran al lago.
Antes de arribar al palacete se cruzaron con un campesino que, montado en su burro, saludó al rey y le aconsejó que no continuara viaje porque iba a llover con fuerza durante toda la jornada y que, además de echar a perder su valiosa vestimenta, podría enfermar por un seguro enfriamiento.
El rey no hizo ni caso al campesino. Continuó su camino. Al poco tiempo aparecieron en el cielo rayos y truenos acompañados de una lluvia torrencial que obligó a la comitiva real a volver a palacio, al que llegaron empapados hasta los huesos.
Nada más entrar en palacio, despidió a su meteorólogo profesional y mandó que trajeran al campesino que encontró en el camino.
Ante la sorpresa del asustado siervo, el rey le anunció su nombramiento como “hombre del tiempo” en la corte real.
El labriego adujo su desconocimiento en meteorología. “Nada sé de ese oficio, señor”. “Sabes más de lo que sabía mi anterior adivino. Supiste que ayer llovería a mares y se cumplió tu predicción”. “Señor yo no entiendo nada de eso; solo sé que cuando mi burro mantiene tiesa las orejas es porque hará buen tiempo. Si las tiene caídas es porque lloverá a mares”.
El rey lo vio claro: contrató al burro como asesor en asuntos de meteorología.
De ahí deviene la costumbre de contratar a burros como asesores en algunos ministerios.