Fue una noche lluviosa. El viento soplaba rabioso arqueando todo arbusto que encontraba a su paso. En la isla San Marcos, el temporal era cosa habitual. El ministro Mellish llegó a su casa con el cuello de la gabardina levantado y el de la camisa enrojecido; su secretaria no había sido precavida y dejó en ella la marca de su pasión. Ya habían discutido sobre su barra de labios en otras ocasiones, pero después del viaje a Londres, Amandja, que así se llamaba su eficiente e íntima colaboradora, había decidido no cuidar esos detalles. En la capital británica, Amandja había interrumpido su gestación porque el ministro no quería que nada ni nadie echaran a perder su imagen de buen padre, buen marido y mejor católico. Si el ministro no quería ser señalado por ese ‘pequeño detalle’, ella se iba a encargar de marcarlo, cual borrego vacunado, en cada encuentro clandestino.
Después de la reconfortante ducha y de la frugal cena que le permitía dormir bien y mantener la línea, el ministro se sentó en su butacón preferido a tomar su habitual Oporto y a pensar en sus deberes ministeriales. Repasaba todas las noches el programa electoral de su partido y se centraba en el capítulo dedicado a derechos y deberes ciudadanos. El presidente Fielding, que ganó las elecciones en la isla San Marcos, había justificado el cambio de su programa económico en las circunstancias y en la triste realidad que había dejado el gobierno anterior. No quería hacer lo que hizo, pero la situación económica mandaba. Los ministros tenían la orden de rebuscar en el programa electoral medidas que pudieran llevarse adelante haciendo aquello que habían prometido hacer para dar alguna satisfacción a su electorado. No se sabe por qué extraña razón, el ministro, saboreando el añejo vino, se sintió con fuerzas para dictar una norma que impidiera a las mujeres hacer lo que hizo Amandja o, mirado desde otra óptica, para que quien quisiera hacerlo siguiera los pasos de su admirada secretaria. Alguien que se sienta en un sillón y se considera capacitado para decidir qué debe y no debe hacer una mujer con su vida, es alguien que está incapacitado para ocupar un despacho ministerial.
Alguien que se sienta en un sillón y se considera capacitado para decidir qué debe y no debe hacer una mujer con su vida, es alguien que está incapacitado para ocupar un despacho ministerial
El ministro en su elucubración personal se sintió ungido de un poder que nadie le había concedido y depositario de un amor por el embrión ajeno que no tuvo por el de Amandja, su fiel e íntima secretaria. Él se jugaba mucho cuando decidió y convenció a Amandja para que viajara a Inglaterra. Se jugaba su matrimonio y, lo que era más importante, su cartera ministerial. De acuerdo que podría haber rehecho su vida con Amandja, o sin ella; era indudable que su salida del ministerio se vería gratificada con un par de consejos de administración que compensarían con creces su magro sueldo de ministro; podría mantener a su nuevo hijo y a los actuales y aún le sobraría para la vejez si el presidente conseguía acabar con el actual sistema de pensiones. Si él podría mantener a dos familias por qué ese afán de las mujeres de no querer proteger la vida del no nacido. Sin duda, la crisis de valores que azotaba a nuestra sociedad era la responsable de semejante falta de escrúpulos de la mujer, que no acertaba a comprender la belleza de toda una vida dedicada a criar y cuidar a un hijo, aun a costa de dejar los estudios, el trabajo y la felicidad. Él no lo hizo porque estaba en juego el sueño de toda su vida, un ministerio en el gobierno. Pero… ellas. ¡Qué tienen que perder! Eso sí, si su maternidad fuera consecuencia de una violación, seríamos comprensivos y si, de comisaría en comisaría, fuera capaz de demostrar que fue violada -ya se conoce la rapidez de la Justicia sanmarqueña-, en unos meses todo el mundo se enteraría de su violación y su hijo podría saber, porque a su madre se le habría pasado el plazo de 12 semanas, que su padre cumplía cadena perpetua revisable.
Si la maternidad de una mujer fuera consecuencia de una violación, su hijo podría saber, porque a su madre se le habría pasado el plazo de 12 semanas, que su padre cumplía cadena perpetua revisable
Al ministro no le cabe en la cabeza que una mujer puede verse afectada psíquicamente por el mero hecho de quedar embarazada por su falta de prevención o por su uso y abuso sexual. Él, que había vivido de cerca y contribuyó, si Amandja no le engañaba, a fecundar un embrión, no notó nada raro en el raciocinio de su secretaria mientras decidía qué hacer. Bien es cierto que desde que decidió viajar a Londres, no la notaba tan cariñosa como antes del viaje. Por eso quiere hacer una ley que proteja al feto y a la mujer para que nunca más ninguna transmita el desprecio que nota últimamente en su secretaria cada vez que él llega al despacho después de una larga noche de reflexión. Amandja no parece comprender que gracias a su consejo él sigue siendo ministro, ella su secretaria y la mujer sanmarqueña no tendrá que plantearse las dudas que a ella le asaltaron durante las primeras semanas de embarazo. Sencillamente, o todas madres o todas vírgenes, salvo Amandja, su fiel secretaria.