Cualquier sondeo de los publicados últimamente sitúan a la política y a los políticos como uno de los primeros problemas que agobian a los españoles. La política no debería constituir problema alguno; si no existiera la política nadie es capaz de adivinar como se articularía la convivencia, cómo sería el sistema educativo o el sanitario, quién regularía los diferentes regímenes laborales, cómo se pagarían las pensiones, de cuánto sería el salario mínimo interprofesional si es que dicho salario existiera, quiénes serían los dueños de las vías de comunicación y de las diferentes redes telemáticas, etc., etc. La política siempre existirá, será buena o mala, pero será. Sin ella, la civilización hubiera acabado hace milenios.
Otra cosa son los políticos. Si en la actualidad gozan de poco o de ningún prestigio no hay que culpar a lo que algunos denominan la clase política. Ni existe esa clase ni los políticos actuales son nuestros políticos como se escucha decir en ocasiones a quienes se refieren a los que ejercen esa actividad. Los políticos no forman parte de un clan que nacen siendo políticos y se mueren como tales. Los políticos no son una clase si por clase entendemos a un grupo de personas que dentro de la sociedad tiene condiciones comunes de vida o de trabajo, e intereses y medios económicos iguales o parecidos, como nos referimos, por ejemplo, a la clase obrera o a la clase media o a la clase alta. Todos los políticos se dedican a la política, pero no todos realizan los mismos trabajos ni tienen los mismos intereses y los mismos medios económicos. Nada tiene que ver el concejal de un pequeño pueblo con un ministro del Gobierno de España. Los políticos entran y salen de sus responsabilidades institucionales cuando los electores así lo deciden. No son miembros natos de un club; necesitan plebiscitar cada cuatro años su presencia institucional.
Igual que ocurre en una representación teatral (pues eso es también un pleno del Congreso o del Senado) los responsables del aburrimiento, del hartazgo, del repudio del ejercicio de la política son quienes desempeñan los principales papeles, las figuras, los protagonistas de la representación. A nadie se le ocurre echar la culpa del fracaso de un espectáculo a los extras, muchos de los cuales están en la representación para rellenar huecos; su participación es casi invisible, son bultos que aparecen y desaparecen en función del papel mínimo que les toca interpretar.
La mayoría de ellos aplaude, sin saber por qué, nada más tomar la palabra los protagonistas. Cuantos más groseros sean los discursos, más aplauden los extras.
Debe de existir un divorcio entre ciudadanos y representantes. Lo que para estos últimos son intervenciones de matrícula de honor, premiadas, además, con el entusiasmo de las bancadas a las que pertenecen los oradores, no provocan la misma sensación en quienes los escuchamos. Los parlamentarios ríen y aplauden a rabiar sin que los demás sepamos dónde está la gracia, el arte y el salero. No es extraño que, si a una faena parlamentaria de andar por casa se le premia con orejas y rabo, no surjan oradores de la categoría de quienes han pasado por ese parlamento dejando recuerdos imborrables de intervenciones memorables. Si cuesta tan poco ser aplaudidos, ¿para qué esforzarse en mejorar la oratoria en su forma y en su contenido?
Al contrario que en el teatro, los parlamentarios silentes no invitarán a sus familiares a la representación. Más de una madre se sentiría avergonzada al ver y oír a su hijo insultar a los de la bancada de enfrente. Algunos nombres de diputados o senadores son conocidos por las veces que han sido llamados al orden por las presidencias del Congreso o del Senado. ¡Por nada más!
Si concluimos que los discursos y la oratoria parlamentaria están en horas bajas; si nadie entiende muy bien de qué va la representación; si llamamos política a lo que hacen los políticos cuando se ven por la tele, habría que intentar convencer a los casi trescientos diputados y a los casi doscientos senadores para que tomen la palabra; que nos expliquen por qué y para qué están donde están; qué pretenden conseguir; quiénes ganan y quiénes pierden con las leyes que ellos votan.
En definitiva, que nos digan cómo se hace política. Seguro que entre casi quinientos parlamentarios tiene que haber hombres y mujeres con un nivel intelectual y político capaz de sacar a la política del fango en el que está metida y reconciliar al ciudadano con ella. Sin política esto sería el infierno. Para huir del infierno y del purgatorio, por favor, salgan del silencio y hablen. Los actores principales necesitan oxígeno.
Leer «Carta a los parlamentarios silentes'» en Diario de Sevilla