En defensa de la decencia política

Ha habido mucha torpeza y, sobre todo, muchos sobrentendidos. Se suponía que después de cuarenta y cinco años de funcionamiento de las instituciones creadas por la Constitución de 1978, todo el mundo se identificaba con ellas, las reconocía, las diferenciaba y sabía en qué consiste el papel de cada uno de los integrantes de las mismas. La televisión pública comenzó ofreciendo los sábados a media mañana un programa por su segunda cadena llamado Parlamento, en el que se explicaba la actividad que nuestros diputados y senadores realizaban a lo largo de una legislatura. Pero siendo en La 2 y en la matinal de los sábados, se podría suponer que el 99% de los adolescentes españoles de aquel tiempo no vieron nunca ese programa.

En defensa de la decencia política / Rosell

Para algunos, un diputado español no es el representante de la soberanía nacional sino alguien que se presentó en una lista de partido, al que nadie conocía, al que tuvieron la oportunidad de ver al día siguiente de las elecciones generales en los medios de comunicación y del que no volvieron a tener más noticias. Saben que en el Congreso o en el Senado se votan leyes que nadie conoce cómo se han elaborado; que de vez en cuando los líderes de cada partido discuten con el presidente del Gobierno y con algunos de sus ministros y que, al terminar la intervención de cada uno, se oyen palmas y pitos aderezados con algunas palabras más gruesas que las que se esperan escuchar en foros tan importantes.

La degradación de la vida política española es la consecuencia de actitudes absolutamente reprobables de algunos de sus componentes y el resultado de las maneras que tienen las élites de los partidos de avisar que no van a tolerar la corrupción. Produce desazón ver que quien ayer escuchaba, como integrante de un grupo parlamentario, las reprimendas y los anuncios de “seremos inflexibles con quienes se corrompan”, hoy, por el mero hecho de transitar de base a dirigente, pasa de sospechoso a fiscal acusador. Convertido en dirigente, en muchos casos sin más méritos que haber estado al lado del ganador, pasa de sujeto pasivo, merecedor de todos los avisos para que su conducta se ajuste a los cánones de la decencia, a sujeto activo, poseedor de esa decencia de la que antes se sospechaba.

No existe partido o formación política, nueva o veterana, que no ande todo el día amenazando con sus códigos éticos y anunciando todos los mandamientos que deben cumplir sus miembros si no quieren sufrir castigos cada día más duros y con menos garantías. Ya se sabe que la presunción de inocencia es algo va de suyo en una democracia y en un Estado de Derecho. Hasta que un Tribunal de Justicia no declara culpable a un ciudadano, ese individuo es inocente. Esa máxima, que debería ser sagrada para todos, y también para las cúpulas dirigentes de los partidos políticos, cada día se debilita más. Ahora andan tratando de demostrar qué dirigentes son más justicieros, para que la opinión pública pueda llegar a pensar que no todos son iguales a la hora de impartir justicia, aunque para ello tengan que poner bajo sospecha a los suyos. Algún dirigente ha llegado a decir que en sospechas de corrupción, más vale pasarse que no llegar, que es mejor pecar por exceso que por defecto, sin que nadie sepa muy bien quien le concedió ese poder para poder medir por exceso la ética de sus semejantes. Los profesionales de juzgar por lo menos se aprendieron de memoria el temario de sus oposiciones, mientras que algunos de los que consideran que es mejor pecar por exceso ni siquiera llegaron a completar una graduación universitaria.

Ahora, el debate público entre ellos radica, por una parte, en saber cuándo tiene que dimitir un representante público avisado de que hay sombras sobre su gestión pública. ¿Cuándo sea investigado? ¿Cuándo se abra juicio oral? ¿Cuándo haya sentencia condenatoria firme? Puesto que estamos en tiempos de subasta a la vista de todos, si algún partido apuesta por la expulsión cuando haya sentencia firme, la competencia oferta la cabeza de su gente cuando se abra juicio oral, mientras que quienes no valoran nada el honor de las personas subastan ese honor en la imputación como forma de dar carnaza al respetable y subirse en los hombros de los imputados para parecer más alto que nadie en la plaza pública.

Si los dirigentes de los grupos parlamentarios establecieran controles internos sobre la actividad de sus diputados y senadores, podrían responder de la integridad y decencia de los mismos sin tener que andar sembrando la sospecha permanentemente a través de esos lastimosos anuncios de “se van a enterar”, “no vamos a pasar ni una”, “el que la haga que lo pague”.

Si además el dicho ese de que “el amor es ciego” no rige para quienes se dediquen a la política institucional, ¿quién será el guapo que quiera enfrascarse en eso que todos consideran imprescindible en una democracia, pero que nadie quiere para sus hijos?

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