Artículo publicado en Elconfidencial.com
“Presos de ETA enfermos y mayores de setenta años han comenzado a pedir, por primera vez de manera individualizada en este colectivo, el traslado a cárceles del País Vasco y, en algunos casos, su excarcelación”. Esta es la noticia con la que nos desayunábamos los españoles el pasado día 13 de marzo. Cualquiera lo diría. Y algunos siguen pensando que ETA ha ganado la batalla. Ya parece que quedaron atrás tantas bravatas, tantos vídeos con el anagrama de ETA cubriendo las espaldas de dos o tres encapuchados que, de tiempo en tiempo, nos dejaban varios atentados y decenas de cadáveres y cientos de mutilados encima de la mesa y nos hacían oír su voz chula y altanera que, traducida al castellano, nos proclamaban sus consignas y nos decían que nos perdonaban la vida temporal, definitiva o indefinidamente, para tiempo después, volver a matar y a extorsionar. Y así año tras año.
Ya no reclaman su amada Euskalerria, ni nos ofrecen paz por presos. Ahora, después de la infame y ridícula fotografía de la banda de delincuentes salidos de las cárceles por obra y gracia de la doctrina Parot, tratan de hurgar en nuestra sensibilidad para que nos olvidemos de la dureza de la Ley, nos apiademos de quienes enfermaron físicamente en la cárcel -y digo físicamente, porque mentalmente ya lo estaban antes de entrar- y tengamos compasión de sus pobres familias, que tardan un rato largo en recorrer la distancia que existe entre San Sebastián y Cáceres, cuando deciden ir a visitar a quienes están en la prisión por haber dejado huérfanos y viudas en los tiempos en que creían que matando a muchos terminarían con todos.
Esos etarras, enfermos y mayores no tienen derecho a exigir nada a la sociedad española porque nada les debemos
Nadie que tenga la más mínima sensibilidad podrá dejar de reconocer que no deja de ser un drama el hecho de tener más de setenta años o padecer una enfermedad real y estar recluido en un calabozo. En cualquier circunstancia, diferente a la que comentamos, la sociedad española siempre se ha manifestado sensible a ese tipo de situaciones. En el caso de los etarras, muchos de ellos condenados a penas que van más allá del centenar de años, todo el mundo sabe que esa barbaridad de tiempo es la consecuencia de las atrocidades cometidas por quienes fueron condenados por delitos horrendos. Visto desde fuera, los presos terroristas que ahora piden clemencia han tenido una suerte en la vida de la que no pudieron disfrutar las víctimas que dejaron en el camino. No hace mucho tiempo tuve la oportunidad de saludar a la viuda y a la hija de un agente del Cuerpo Nacional de Policía, asesinado por ETA en Ordizia (Guipúzcoa) en 1983. Veintidós años tenía esa mujer y dos años su hija. Su marido no pudo cumplir más años de los que tenía cuando murió con poco más de 25. Alguno de sus asesinos puede ser que hoy esté enfermo o que tenga más de setenta años y permanezca en prisión por el crimen cometido. No me digan que no es tener suerte estar en esa situación, enfermo o cumpliendo años si la comparamos con la suerte desgraciada de un joven policía que se fue al País Vasco a ganarse la vida y a defender la libertad y que volvió a su tierra extremeña en un ataúd envuelto en la bandera de España.
Ahora, después de la infame y ridícula fotografía de la banda de delincuentes salidos de las cárceles por obra y gracia de la doctrina Parot, tratan de hurgar en nuestra sensibilidad para que nos olvidemos de la dureza de la Ley, nos apiademos de quienes enfermaron físicamente en la cárcel
Ya sabemos lo fastidioso y largo en el tiempo y en la distancia que debe ser para los familiares de esos presos recorrerse más de mil kilómetros para hacerles una visita y poder hablar con ellos, comentar las cosas de familia, preguntarse por la salud y por la vida e, incluso, mantener relaciones afectivas, fraternales o sexuales según las circunstancias y cuando lo permita el reglamento penitenciario. Pero… ¿qué es eso comparado con el tiempo, la fatiga y la pena que soportan una viuda y una hija huérfana en recorrer la distancia que va desde su casa hasta el cementerio de su pueblo, apenas a dos kilómetros de distancia, para ver el nicho donde descansan los restos de su padre y marido muerto por la insolencia, el odio y la locura de quienes han tenido la suerte de envejecer y de enfermar en las cárceles de la democracia.Escuchar o leer noticias como la comentada más arriba produce indignación y enojo. Esos etarras, enfermos y mayores no tienen derecho a exigir nada a la sociedad española porque nada les debemos. Sus cuitas, sus ganas de “volver a casa” para pasar su vejez o su enfermedad junto a sus familiares y amigos, sus demandas, deben ser enviadas a los dirigentes de la banda y a quienes les jaleaban y les daban los honores de héroes. Seguro que cuando les encargaban asesinar a alguien les hacían saber que si acaso su fechoría les conducía a la cárcel, que tranquilos, que al final todo se arreglaría cuando la banda decidiera dejar de matar. Ellos se lo creyeron y por eso casi nos exigen que cumplamos el pacto imaginario. Se equivocan de cabo a rabo. Nadie prometió nada; les encargaron matar y ahora no saben cómo cumplir lo que les prometieron. ¡Pídanle cuentas al maestro armero!