Un periódico de tirada nacional editorializaba el martes pasado sobre el presidente Suárez, afirmando que las largas colas de ciudadanos ante el Congreso de los Diputados, para despedirle, significaban el deseo del pueblo español de que la política de hoy se pareciera a la de Adolfo Suárez en la transición de la dictadura a la democracia. No sé si extrapolando se podría llegar a la conclusión de que las largas colas de los súbditos de 1975 ante el cadáver de Franco significaban el deseo de que los españoles siguiéramos siendo súbditos en lugar de ciudadanos.
No nos engañemos. Si los ciudadanos hubieran preferido la política de Adolfo Suárez, el presidente de entonces, elegido democráticamente en las elecciones de 1979, las segundas de la democracia, no hubiera tenido que pronunciar el triste y dramático discurso ante las cámaras de televisión diciendo frases como éstas: “Este profundo sentimiento de lealtad exige hoy también que se produzcan hechos que, como el que asumo, actúen de revulsivo moral que ayude a restablecer la credibilidad en las personas y en las instituciones” (…) “Debemos hacer todo lo necesario para que se recobre la confianza, para que se disipen los descontentos y los desencantos” (…) “Es necesario que el pueblo español se agrupe en torno a las ideas básicas, a las instituciones y las personas promovidas democráticamente a la dirección de los asuntos públicos”.
Recobrar la confianza; restablecer la credibilidad en las personas y en las instituciones; disipar los descontentos y los desencantos; agruparse en torno a las instituciones y a las personas promovidas democráticamente. Cualquiera de esas frases, que expresaban las razones de la dimisión de Adolfo Suárez de su cargo de Presidente del Gobierno, tiene plena vigencia en estos momentos. Ahora como antes y antes como ahora
Recobrar la confianza; restablecer la credibilidad en las personas y en las instituciones; disipar los descontentos y los desencantos; agruparse en torno a las instituciones y a las personas promovidas democráticamente. Cualquiera de esas frases, que expresaban las razones de la dimisión de Adolfo Suárez de su cargo de Presidente del Gobierno, tiene plena vigencia en estos momentos. Ahora como antes y antes como ahora.
Sólo habían pasado tres años desde que en 1978 se aprobó la Constitución que dio paso a un sistema democrático y el presidente constitucional decide dimitir porque, según él, el pueblo español había perdido la confianza en un sistema que acababa de nacer. Demasiado poco tiempo para que el cansancio democrático hiciera aparición entre nosotros. Adolfo Suárez se marchaba de la Presidencia del Gobierno pidiendo que se disiparan los descontentos y los desencantos. Sólo cuatro años de instituciones democráticas y de personas elegidas democráticamente y los españoles nos habíamos cansado de esa pesada carga, hasta el punto de que el primer presidente de la democracia no pudo aguantar más, tiró la toalla, se marchó y nos pidió recuperar la confianza en las recién estrenadas instituciones. Se lo pedía a los españoles, a los mismos que habían aguantado cuarenta años una dictadura sin rechistar si exceptuamos a los pocos que dieron su vida o arriesgaron su libertad por terminar con la autocracia y devolver a los súbditos españoles la condición de ciudadanos.
No es ahora cuando los españoles se han cansado de la democracia, de la política y de los políticos; examinemos nuestra historia y concluiremos que la democracia en España nunca ha sido un sistema político que haya entusiasmado a la mayoría de los ciudadanos. Si vemos la forma en la que han salido los diferentes presidentes de gobierno que ha tenido España desde la transición -Suárez, Calvo Sotelo, Felipe González, J.M. Aznar y Zapatero- observaremos que ninguno salió por la puerta grande. ¿No hubo ninguno bueno?
Los españoles recordamos, valoramos y elogiamos a Adolfo Suárez que, junto con el Rey de España, prefirió jugarse el sillón de Presidente del Gobierno antes que acunarse plácidamente a verlas venir y a esperar a ver qué hacían los demás para mover ficha
Suárez fue el único presidente de la democracia que se vio obligado a dimitir por no poder soportar el desprecio, la incomprensión y el desgaste de una sociedad que no comprendió su esfuerzo y sacrificio. Suárez fue el único presidente de la democracia que tuvo que enfrentarse a un golpe de Estado ejecutado por quienes, precisamente, días antes de su muerte, celebraban con paella y vino su hazaña golpista, frustrada por el Rey aquella noche de febrero mientras la calle permanecía en silencio, asustada y esperando.
Cuando el tiempo transcurre, la historia sólo recuerda, añora y valora a los políticos que dieron el paso y se arriesgaron; nadie se acuerda de los que fueron durante años calentadores de sillones porque nunca se levantaron para jugárselo. Y por eso, los españoles recordamos, valoramos y elogiamos a Adolfo Suárez que, junto con el Rey de España, prefirió jugarse el sillón de Presidente del Gobierno antes que acunarse plácidamente a verlas venir y a esperar a ver qué hacían los demás para mover ficha. Nadie les obligó a dejar todos los poderes que Franco les legó; podían haber aguantado un tiempo ejerciendo todo el poder desde una dictadura poco amenazada internamente y apoyada y tolerada desde el exterior. Suárez ha muerto y se le ha reconocido su generosidad, su coraje y su valor. El Rey sigue vivo y, por eso, se le intenta crucificar.