¡Y ellos lo saben!

¡Y ellos lo saben! / Rosell
¡Y ellos lo saben! / Rosell

España tiene una extensión territorial de 505.990 kilómetros cuadrados. Cataluña, 32.108. En el caso de que unilateralmente decidieran la separación del resto de España, los españoles nos encontraríamos ante un grave problema que tiene poco que ver con la dimensión de nuestro país. No es la extensión del territorio lo que hace grande, fuerte y consistente a una nación; se puede ser un macro territorio y, sin embargo, disponer de una economía deficiente y de un Estado con una democracia inexistente o debilitada; ejemplos hay que demuestran que a España no tenía que irle mejor o peor en función de dónde sitúa sus fronteras. Fronteras que, en el caso español, no han parado de moverse desde que con los reinados de Carlos I y Felipe II, en el Imperio español -según nos enseñaban en la escuela- nunca se ponía el sol. Ya a partir de Felipe III las sombras comenzaron a aparecer con la pérdida de los Países Bajos, el Milanesado, Nápoles, las colonias americanas, los territorios en Asia y Oceanía, las colonias norteafricanas… Cuando en 1978, la nueva Constitución alumbró la democracia española, los españoles estábamos curados de espantos si de pérdidas territoriales se trataba.

No es eso lo que nos preocupa a quienes nos oponemos a la mutilación unilateral de una parte de nuestro territorio. La España de este siglo XXI es infinitamente mejor que la España imperial del siglo XVIII con sus 34 millones de kilómetros cuadrados, lo que demuestra que no es la extensión la que otorga derechos y libertades, sino una Constitución como la que nos dimos en 1978. Y es esa Constitución la que nos impide aceptar cualquier tipo de segregación no decidida por quienes ostentamos la soberanía nacional. Los independentistas catalanes deben saber que podríamos seguir siendo una gran nación sin su contribución económica, cultural y territorial, pero que no podríamos vivir en libertad y con derechos de ciudadanía si permitiéramos una violación de la Constitución de la forma y manera que ellos pretenden. Y eso son palabras mayores.

Y los independentistas lo saben. Saben que su causa no va a ninguna parte. La Constitución concilió las tres visiones que sobre España existían en el momento de iniciarse la Transición de la dictadura a la democracia: la visión unitaria y centralista del nacionalismo español, la del nacionalismo periférico y la de la tradición federalista de la izquierda española. El resultado, como no podía ser de otra manera, fue ambiguo: ni Estado unitario puro ni Estado federal puro.

Hasta 1993, las tres visiones sobre el Estado convivieron aceptablemente. Es a partir de ese año, con la débil victoria electoral de PSOE, cuando comienza a imponerse la visión de los nacionalismos periféricos mediante la estrategia del redimensionamiento a la baja del Estado.

Ante esa estrategia, tanto la izquierda como la derecha estatales claudicaron cediendo el 15% del IRPF hasta el 50 % actual, con capacidad normativa en varias figuras impositivas, aceptando la desaparición de los gobernadores civiles, la reducción y casi desaparición de las FF y CC de la Seguridad del Estado en algunos territorios, la coartada de la lengua como forma de exclusión funcionarial, la redefinición de algunas regiones convertidas en nacionalidades, la imposición estatutaria de las inversiones estatales en los distintos territorios, el cese del líder del PP en Cataluña por imposición del entonces presidente Pujol, la declaración de «aceptaré lo que remitan del Parlamento catalán», la incorporación al Estatuto de Valencia de todo lo que se apruebe en el Estatuto catalán, la eliminación progresiva de la tributación al Estado pagando al fisco por ser territorio y no por ser ciudadano español, la extensión del cupo vasco… En fin, un recorte del Estado y una potenciación de los territorios que nos hicieran aparecer como una especie de confederación, lista para la segregación cuando llegara el momento.

Y el momento llegó cuando el nacionalismo catalán -acosado por los ciudadanos catalanes que no entendían que la Generalitat fuera la Administración que más recortes hacía en las políticas sociales como consecuencia de la crisis de 2008, y retratado feamente cuando el padre de la patria catalana confesó que disponía de dinero en paraísos fiscales- decidió tapar sus vergüenzas y sus desbarajustes económicos bajo la bandera del independentismo que todo lo oculta si se sabe ondearla adecuada y oportunamente.

La señora May decidió, en un gesto que le honra, dimitir cuando constató que no fue capaz de conseguir el Brexit que decidieron los ciudadanos. Los líderes independentistas que se fugaron o mantienen un discurso imposible, podrían recuperar algo de dignidad si siguieran el ejemplo de May. Saben de sobra que si existe democracia en un Estado, no puede haber secesión unilateral. Y que si hay secesión, se acabó la democracia. Y, por eso, no vamos a permitirlo. Y nos ampara la Constitución. ¡Y ellos lo saben!

Leer «¡Y ellos lo saben!» en El Diario de Sevilla

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