En la crisis provocada por los independentistas catalanes, el Gobierno de España ha agotado hasta el final cualquier posibilidad que le impidiera aplicar el artículo 155 de la Constitución española. Por muy poco informado que se esté, se sabe que las apelaciones al diálogo por parte del presidente de la Generalidad estaban viciadas por la intransigencia. No se proponía una vía constitucional que posibilitara el entendimiento, sino que se buscaba el argumento para seguir acumulando razones que convencieran a los independentistas de que España manifiesta incomprensión y desidia hacia las aspiraciones del pueblo catalán.
Quienes vivimos en tierras que vieron partir, por miles, a los jóvenes trabajadores que no tenían posibilidad de trabajar en sus lugares de nacimiento, sabemos que si de Extremadura, Andalucía, Castilla, Galicia… salían autobuses repletos de emigrantes no era por divertimento, sino por necesidad; los más pobres huían de los territorios más desprotegidos, abandonados y mancillados por una política que, desde la Restauración (por no remontarnos a los siglos XVII y XVIII) y pasando por la dictadura de Primo de Rivera y de Francisco Franco, premió a unos y castigó a otros. Algunos, como la burguesía catalana, resultaron privilegiados por las leyes proteccionistas del nacionalismo español. El Arancel de 1849 promulgado por Narváez ya había supuesto la prohibición absoluta de importar las labores más comunes de hilados y tejidos de algodón. La Ley de relaciones Comerciales con las Antillas, conocida como Leyes Antillanas, y el régimen arancelario de las colonias eliminaron la competencia textil. La dictadura de Primo de Rivera hizo suyas las ideas proteccionistas de la burguesía industrial catalana y con la «ley de protección industrial» (1926) convirtió a España en un espacio económico cerrado en el que la industria del país podía trabajar sin temor a la competencia exterior. Tras el fin de la guerra civil se estableció la exigencia de una autorización del Ministerio de Industria y Comercio para crear cualquier tipo de empresa industrial o para ampliar o transformar las existentes. (Rumbo al Sur: Francia y la España del Desarrollo. 1958-1969. Esther M. Sánchez. CSIC. 2006). El presidente del Gremio de Fabricantes de Sabadell, durante la visita de Franco a la ciudad con motivo del tercer aniversario de la «liberación», llamaba a los industriales a «mostrar toda nuestra gratitud imperecedera al salvador de España». (Los industriales catalanes durante el franquismo. Carmen Molinero. Universidad de Barcelona).
Otros territorios, en cambio, fueron los paganos de esas políticas proteccionistas. Para la gran mayoría de los españoles resulta insultante que esa burguesía catalana, que está usando de fuerza de choque a los jóvenes descendientes de quienes fueron obligados a salir de sus pueblos por la desidia y abandono centralista, reclame la independencia y pretenda desligarse de un Estado en el que ha gozado y goza de privilegios y hegemonía económica como no lo hace ningún otro territorio.
Al grito de «España nos roba» han conseguido llenar de fantasmas la mente de jóvenes de segunda y tercera generación de zonas de España a los que se les robó lo mejor que tenían, las personas. Seguro que cuando repiten el eslogan no están creyendo que los territorios ricos roban a los pobres. Piensan lo contrario, que los pobres roban a los ricos. ¿Cómo de ricos serán para que, robándoles durante tantos años, ellos sigan siendo ricos y los que roban sigan siendo pobres? ¿Desde cuándo creen que se les roba? ¿Desde Felipe V? ¿Desde Cánovas? ¿Con Primo de Rivera, que hizo su pronunciamiento dictatorial desde la Cámara de Comercio de Barcelona? ¿Con Franco, que impuso el coeficiente de inversión obligatorio en las cajas de ahorro españolas para que, con los emigrantes, emigrara obligatoriamente el poco ahorro que quedaba en esas instituciones financieras? A lo largo del período franquista Cataluña –con una población previa de 2,9 millones de habitantes– acogió a más de un millón y medio de inmigrantes originarios de Andalucía, de Extremadura, de La Mancha…
Esa historia desacredita a quienes pretenden el desenganche de quienes han tenido y tienen en el mercado español el soporte de su estructura industrial. Saben los que transcurren por esa vía que la plena separación e independencia sólo podrían obtenerla por la violencia, de ahí que la adopción del artículo 155 de la Constitución española sea la herramienta de la que dispone el Gobierno para parar los pies a quienes no disponen más que de la mentira para ahormar a sus huestes.
A nadie le cabe la menor duda de que la aplicación de ese artículo será utilizado por los independentistas para argumentar contra el Gobierno de España en su supuesto afán de eliminar la autonomía catalana. La mejor forma que conozco para neutralizar esa nueva falsedad sería la de utilizar al municipalismo hasta que la normalidad y la legalidad sean reestablecidas en Cataluña. Como casi todo en la vida, también en el municipalismo existen excepciones y, por lo tanto, no todo el monte es orégano; pero se puede afirmar que los alcaldes son los políticos que gozan de más prestigio y los mejor valorados por los ciudadanos. En lugar de que sean los Ministerios quienes dirijan la Administración autonómica, que los encargados de dirigir el Gobierno autonómico, hasta que las elecciones en ese territorio elijan un nuevo Parlamento y un nuevo Gobierno, sean alcaldes catalanes constitucionalistas. Nuria Marín, alcaldesa de Hospitalet de Llobregat, con amplia experiencia de gobierno, podría ser la coordinadora de un equipo de ediles que, en número equivalente al de consejerías, se hicieran responsables de la autonomía catalana. No sería el Gobierno central el que «tomara» la Generalidad, sino que la autonomía catalana pasaría a mano de responsables institucionales catalanes. Sería una forma más aceptable para hacer frente a una realidad que se opone frontalmente a las leyes y que ha fracturado y dividido a una población que comienza a darse cuenta de que el camino hacia la independencia resulta más difícil de lo que todos pensaban y de que, al final, resultará directamente intransitable.
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