La madre del Guardia Civil asesinado acababa de oír en un telediario que el etarra que mató a su hijo ya salió del penal de El Puerto para pasar las Navidades en una prisión vasca
La madre y toda la familia han sufrido la lejanía de su hijo. Hacía años que no lo veían. Habían intentado que su hijo estudiara una carrera universitaria que le alejara de situaciones peligrosas. Pero él siempre prefirió el compromiso con la libertad de su pueblo. A su padre no le hacía ninguna gracia que su hijo se relacionara con aquellos que preferían usar un arma antes que un bolígrafo para copiar apuntes en la escuela de ingenieros, que era la carrera que le hubiera hecho feliz.
Durante años eludió la utilización de su arma corta, salvo en las ocasiones en las que tuvo sesiones de entrenamiento. No era el mejor tirador de su grupo, pero si el más rápido. En varias ocasiones tuvo que realizar labores de vigilancia para saber por dónde circulaban los enemigos del pueblo. No se debían cometer errores para no poner en peligro el seguimiento que sus compañeros llevaban realizando desde hacía cinco meses.
«No se debían cometer errores para no poner en peligro el seguimiento que sus compañeros llevaban realizando desde hacía cinco meses»
La mayoría de los ciudadanos estaban ausentes de la batalla que se estaba librando entre unos y otros. Los partidarios de unos aplaudían cuando los suyos atacaban. Los partidarios los otros lloraban cuando la defensa resultaba fallida.
La madre de uno dejó de salir a la calle salvo para visitar a su hijo. Lo habían mandado tan lejos que cada viaje para verle y hablar con él se convirtió en un suplicio, no solo para ella; también para toda la familia. Era una crueldad tener a su hijo tan lejos. Sabía que no habría gobierno capaz de acercarlo a su casa. Su hijo había dado lo mejor que tenía para defender la libertad de su pueblo. Y ahora, ella, no podía disfrutar de su compañía.
«Una noche, cuando iba con otros guardias, siguiendo la pista de unos etarras, los ametrallaron al salir de una curva pronunciada de la autopista»
Cuando se lo devolvieron, cosido a balazos, pudo enterrarlo muy cerca de la casa que tenían en el pueblo, en la provincia de Cáceres. Los apenas 100 metros que separaban a su casa -a la que habían vuelto después del asesinato de su hijo- del cementerio local le parecían miles de kilómetros cuando volvía de depositar unas flores en la tumba de su hijo que, sin haber hecho caso a su padre, se enroló en la Guardia Civil.
Una noche, cuando iba con otros guardias, siguiendo la pista de unos etarras, los ametrallaron al salir de una curva pronunciada de la autopista. Su hijo murió en el acto. El asesino fue juzgado, sentenciado y obligado a cumplir la pena de privación de libertad en el penal del Puerto de Santa María.
La madre de uno y otro se quejaban y maldecían las distintas circunstancias en las que vivían las dos familias: la del asesino y la del asesinado. La madre del Guardia Civil acababa de oír por un telediario que el etarra que mató a su hijo ya salió del penal de El Puerto para pasar las Navidades en una prisión vasca.
La madre del asesino ya no tendrá que recorrer tantos kilómetros para ver y hablar con su hijo; seguramente, más pronto que tarde, su hijo volverá a casa gracias a la bondad del sistema penitenciario vasco con los condenados etarras. Ella, la madre del asesinado, sin embargo, tendrá que seguir recorriendo la distancia insoportable que separa su casa del panteón de su hijo. A veces, las distancias cortas son las más largas y penosas.
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