El texto constitucional trató de conciliar los puntos de vista del regionalismo conservador y de los nacionalismos periféricos, de la tradición federalista de la izquierda española y del nacionalismo español o de las visiones unitaristas. Como toda fórmula de compromiso, fue una fórmula ambigua. El marco institucional que terminó por establecerse no respondía a los rasgos del Estado unitario ni del Estado federal como modelos políticos puros. Así hemos convivido cuarenta años.

Las tres visiones del Estado ya no conviven, sino que los ciudadanos tenemos la sensación de que una de ellas (la nacionalista periférica), se impone decididamente a la visión que de España deberían las fuerzas políticas de ámbito estatal. Lo que se está discutiendo en estos momentos no tiene nada que ver ni con la financiación autonómica, ni con los dineros regionales. No puede ser que debajo de esta preocupación que muchos españoles manifestamos por la marcha de los acontecimientos sólo se esconda dinero.
Los nacionalistas permanecen políticamente anclados en la frustración de la ambición estatal, por lo que seguirán alimentando la ilusión de la desaparición del Estado español.
¿Y cómo se pueden cumplir ese objetivo?:
- a) Separándose drásticamente (URSS, Yugoslavia).
- b) Debilitando el Estado del que forman parte en función de la coyuntura política y midiendo la fortaleza en sus convicciones de quien tiene la responsabilidad del Gobierno de España.
Los separatistas catalanes Intentaron en 2017 la opción a) y fracasaron. Ahora están en la opción b). La vía que, por ejemplo, contemplan los separatistas de una financiación forma parte de una estrategia de redimensionamiento a la baja del Estado español, cuyo horizonte penúltimo sería convertir a España en una especie de confederación o pacto entre regiones autónomas o naciones. Si lo consiguen, no será la única medida que se cede insensatamente para debilitar al Estado. Acordémonos de la desaparición de los gobernadores civiles mientras las Comunidades que los rechazaron crearon figuras similares en sus territorios. De la inclusión de la capacidad normativa en un tramo del 15, 30 y 50% del IRPF o del IVA. De la posibilidad de crear discriminaciones fiscales a las empresas, en función del territorio, mediante el manejo del Impuesto de Sociedades. De la reducción o desaparición de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado de algunos territorios. De las dificultades de movilidad de funcionarios y profesionales hacia determinadas zonas con la coartada de la lengua. De la creación, de facto, de mercados regionales de contratos públicos impermeables a la penetración de empresas provenientes de otros territorios. De la multiplicación de Autonomía que se refieren a ellas mismas con la denominación de nuevas nacionalidades.
Que los nacionalistas hayan seguido su propia lógica política, intentando debilitar al Estado a nadie puede extrañar. Desde luego que los nacionalistas están en su derecho de tener ese objetivo último. El mismo derecho que tenemos los demás a atacarlo y a defender nuestra propia concepción del Estado, sin que por eso debamos ser considerados anti catalanes o anti vascos o peligrosos nacionalistas españoles.
Y también tenemos derecho a exigir al Gobierno y a la oposición popular que nos expliquen su actitud, su táctica y sus estrategia ante el desafío soberanista. Desde la pasada campaña electoral los desafíos soberanistas han sido tan intensos que los ciudadanos sentimos que España esté renegociándose a sí misma en dirección al sistema multiestatal que existió antes de la unificación del siglo XVI.
Para los nacionalistas, y también para algunos que no se definen así, la solidaridad que, por ejemplo, se ejerce a través del impuesto sobre la renta, o en general a través del sistema fiscal, es vista no como una solidaridad que se ejerce entre unos ciudadanos con otros, sino entre unas Comunidades y otras.
No hay, en esa visión, un nexo directo entre los españoles. La adscripción del ciudadano, así como el ejercicio de la solidaridad como expresión de esa adscripción, sería a la región o a la nacionalidad. Y sería ésta, en bloque, la que destinaría, de grado o por imposición del poder superior, una parte de sus recursos globales a la solidaridad con otras regiones, igual que hoy, en los presupuestos del Estado, se destina una partida a la ayuda a los países subdesarrollados.
Las fuerzas nacionalistas en España son un producto de nuestra historia y, como tales, protagonistas de pleno derecho del juego institucional.
Pero si queremos un funcionamiento estable y fluido de las instituciones es preciso que todos eliminen cualquier ambigüedad respecto al Estado.
El PP debería decir al país claramente cuál es su reto y su estrategia en el envite semanal separatista. El PSOE debería explicitar claramente su apuesta federal.
El periodo que se abre debe ser de reflexión de los partidos estatales y de los partidos nacionalistas. La irresponsabilidad de aquellos partidos estatales que no definan con precisión su modelo y límites del Estado para que sea reconocido como tal, sea cual sea la coyuntura política, se pagará caro. Si la negociación del gobierno central con los independentistas resultara imposible por el precio a pagar en la destrucción del Estado, el pacto de definición del Estado entre PSOE y PP resultaría imprescindible. El Estado no se puede definir por despojos. Estado no es aquello que va quedando después de reformas insensatas o cesiones imposibles.
A la vista de lo ocurrido desde hace algo más de siete años en Cataluña y de los anuncios al futuro, junto con esa desprejuiciada satisfacción del PSOE por renunciar a su papel co-vertebrador nacional con el PP, se dibuja un panorama que cada vez preocupa a más españoles.